
Volcanes en Nicaragua
Crónicas sobre volcanes, erupciones y terremotos
Los procesos volcánicos han dominado, en realidad, la región del Pacífico de Nicaragua durante el último millón de años. Unas treinta estructuras, que incluyen conos volcánicos, calderas y lagunas cratéricas, forman actualmente el activo segmento que se extiende por 290 kilometros lineales desde el golfo de Fonseca hasta el centro del lago de Nicaragua como parte de la cadena volcánica de la América Central.
En el segmento nicaragüense nueve volcanes han mostrado al menos alguna actividad desde tiempos de la conquista; entre ellos se destacan: el Masaya, con el único lago de lava en el continente que surge periódicamente del fondo del cráter; el Cerro Negro, uno de los volcanes más jóvenes y activos del planeta, con 12 erupciones en sus 140 años de vida; y el Cosigüina, famoso por la gran erupción de 1835, considerada por el vulcanólogo Howel Williams como "[...] la más violenta explosión acaecida en las Américas en tiempos históricos"
Otro famoso vulcanólogo, Alfred Rittman, en su clásica obra sobre volcanes, afirma que "[...] Nicaragua aparece como la región más explosiva del mundo". Arribó a tal conclusión interpretando las cifras obtenidas por el geólogo alemán Karl Sapper, (quien estudió los volcanes centroamericanos a finales del siglo pasado), y comparando el volumen de materiales depositados en el país por kilómetro lineal con el de otros sectores activos del planeta.
Los volcanes indigenas
Erguidos como verdaderas pirámides naturales sobre vastas planicies, los volcanes de la región fueron sitios consagrados como adoratorios y para sacrificios humanos. También se utilizaban como observatorios para determinar los ortos y ocasos del sol, la luna y otros astros, fijando las grandes fechas calendáricas que marcaban ciertas faenas agrícolas o festividades religiosas, especialmente aquéllas relacionadas con el ciclo del maíz.
Volcanes y pueblos, en realidad, han estado en contacto desde las más remotas épocas en la América Central. En 1580 el cronista Juan de Torquemada recogió de boca de los indígenas el relato de una antigua migración que tuvo lugar entre México y Nicaragua. Según la tradición, varios grupos que vivieron en un tiempo en el actual territorio de México, fueron oprimidos por los llamadas Olmecas xicalancas, a los cuales pagaban elevado tributo. Decididos a romper el yugo por la fuga, escaparon en gran éxodo hacia la América Central, donde fundaron varios pueblos y llegaron a ser conocidos como Chorotegas y Pipiles. Los últimos en abandonar la tierra mexicana fueron los Nicaraos, quienes emprendieron la marcha hacia el sur guiados por una profecía que los alentaba a buscar la nueva tierra en un lugar donde existía una mar dulce y — como segura señal — una isla en medio, con dos volcanes.
Después de muchos extravíos arribaron los emigrantes a las orillas del presente lago de Nicaragua y contemplaron el final de su destino: la isla de Ometepe, ("dos cerros", en lengua náhuatl), con un par de altos volcanes en el centro: Omeyatecihua y Omeyateyte, la pareja cosmogónica tutelar, dispensadora de lluvias, hacedora de bienes. Desde entonces Ometepe ha sido una especie de isla–santuario, escondida con frecuencia tras el vaporoso velo de nubes que le tiende el lago. Arqueológicamente es todavía la más rica y atractiva ínsula del Cocibolca.
Así como los Nicaraos del istmo de Rivas rendían culto a los volcanes de Ometepe, otros pueblos también veneraban a los cerros volcánicos de las inmediaciones: los Dirianes con el Masaya, los Nagrandanos con el Momotombo, los Maribios con el Telica y los Nahuatlatos de Tzoatega con el actualmente llamado San Cristóbal. Este último es el más elevado de Nicaragua, (1750 metros sobre el nivel del mar), y el único que presentaba en la cumbre un bosque de pinos, de cuyas astillas u ocotes se aprovechaban los indígenas para alumbrar sus casas y encender el fuego.
El etimologista nicaragüense Alejandro Dávila Bolaños afirma que el volcán San Cristóbal estaba consagrado al sol; el Gemelo Mayor o Coatpol (la gran serpiente), una de las tantas representaciones de Quetzalcóatl, de donde deriva otro de sus nombres indígenas: Coapólcan o Cubulcan. Al finalizar el siglo mexicano, cada 52 años, los caciques de Tzoatega ascendían hasta la cúspide para "encender el fuego nuevo", ceremonia que significaba la renovación del mundo entre los pueblos de ascendencia mexicana. El "fuego nuevo" era luego distribuido en astillas de ocote y bajado a todas las plazas del cacicazgo.
Confirma nuestra suposición — escribe Dávila Bolaños — el nombre católico de San Cristóbal, "el que lleva a Cristo", "el fuego" en sentido mítico, dado después al volcán, que era precisamente lo que creían del gigantesco volcán los náhuas de Tezoatega".
El volcán Masaya también fue objeto especial de veneración indígena, debido a su permanente actividad de lava y fumarola, según se sabe por una tradición que el cacique de Nindirí le refiriera al cronista Oviedo. Los sacerdotes indios despeñaban desde el borde del ancho cráter a muchachos y doncellas en actos de propiciación, ofrendando alimentos a una diosa hechicera que supuestamente aparecía en medio de la lava. Hasta el fondo bajaban los caciques en tiempos de crisis, a buscar los consejos de la deidad. Los frailes españoles la consideraron como un ser demoníaco; el padre Francisco Bobadilla, en 1529, mandó plantar una cruz junto al cráter para exorcizarla, bautizando la oquedad como la "boca del infierno".
Una práctica muy en boga, durante los primeros años de la conquista, fue la ceremonia del bautizo de los volcanes llevada a cabo por los frailes con el objeto de desterrar las supersticiones de los indígenas. Revestidos con sus atuendos, la cruz en una mano y una calabaza de agua bendita en la otra, solían los religiosos escalar aquellos cerros cuya lava les parecía ser fuego infernal. Luego de rociarla, exorcizándola, plantaban una cruz en la cumbre humeante; cambiaban el nombre indígena del volcán por otro más apropiado, tomado del santoral cristiano. De este modo creían sustituir las creencias y ritos de los indios en relación con los volcanes y conjurar las temidas manifestaciones telúricas.
Cuando los monjes intentaron sacramentar al "coloso de Nagrando", el volcán retumbó. Asustados los frailes bajaron trompicando por las laderas empinadas y cayeron en los precipicios, para nunca más saber de ellos. Tal parece como si el ciclópeo volcán trató de mostrar su desacuerdo. Desde entonces nadie se ha atrevido a cambiar su victorioso y onomatopéyico nombre: Momotombo.
Primeras erupciones reportadas a su Majestad
Fue en 1524, con los volcanes de Masaya y Momotombo en erupción, cuando los españoles observaron por primera vez actividades volcánicas en el Nuevo Mundo. No obstante las duras tareas de la conquista, Francisco Hernández de Córdoba no dejó de advertir las manifestaciones en los dos volcanes, informando sobre los fenómenos a Pedrarias Dávila, su gobernador en Panamá. Este a su vez, los reportó a Carlos V, en carta del 10 de abril de 1525. Al hecho de no existir erupciones en la península ibérica debe agregarse el insólito caso que, en el año de la conquista, Nicaragua exhibía dos sorprendentes manifestaciones volcánicas:
"De la dicha nueva Granada bajamos a la provincia de Imabite, queda en medio la provincia de Masaya, que es grande provincia y muy poblada; y la provincia de Enderi (Nindiri) y Managua, cabe esta provincia de Masaya sale una boca de fuego muy grande, que jamás cesa de arder, y de noche parece que toca en el cielo del grande fuego que es, y se ve 15 leguas como de dia... cabe esta ciudad de León está otro cerro muy alto, y por encima de la corona sale el fuego, que se vee a la clara de día e de noche por cinco bocas, a la redonda de este cerro hay muy grande cantidad de azufre."
La gran "boca de fuego" en la provincia de Masaya era el cráter del volcán homónimo. Según Oviedo, el nombre de Massaya, (tal como lo escribe), significa "sierra que arde" en la lengua de los Chorotegas, vocablo equivalente a Popogatepe, "sierra que hierve", como llamaban al volcán los grupos de habla náhuatl, de acuerdo con el mismo cronista.
Gonzalo Fernández de Oviedo escaló el Masaya en julio de 1529 y contempló extasiado la masa de lava en movimiento desde el borde superior del cráter. Como observador curioso e ilustrado gozaba la experiencia de haber subido al Vesubio, (cuando en su adolescencia fue paje de la reina de Nápoles), y conocido también el famoso volcán Etna de Sicilia. Había oído hablar igualmente del Guaxozingo (Popocatépetl) de la Nueva España, del Honocauma (Teide) de las islas Canarias, así como de otros volcanes entonces conocidos de Grecia y de las lejanas Persia y Etiopía: "Pero a mí me paresce que ninguna de las sussodichas es de tanta admiración ni tan notable cosa como Massaya", afirmaba en su Historia General y Natural de las Indias.
Oviedo se refiere a la actividad incandescente de la lava del Masaya, en el invierno de 1524, de la siguiente manera:
"Afirman en aquella tierra los indios, e aun los españoles, que después que se ganó aquella provincia, una vez que llovió mucho aquel año, subió o cresció aquel licor o metal hasta arriba, é no se sabe de que manera; é con su grand fuego quemó en una legua o más alrededor quanto halló, é que echó un rocío o vapor de si tan caliente, que todas las hojas de los árboles é ramas é hiervas en dos leguas é más alrededor se cocieron en toda aquella tierra"